Seleccionar página

Crímenes de Alcoba

Por Cristian Cabrera cabreracristianalejandro74@gmail.com 

Mientras la sangre que riega el piso se mimetiza con la alfombra, la salpicadura en la pared y los fragmentos de vidrio roto, alientan a la peor de las sospechas, la de un homicidio.
En la ardiente desesperación ella buscará quitar las manchas sobre el yeso, borrar las huellas, ocultar las evidencias. Pero aún así, la culpa permanecerá indeleble.
Freya llegó antes aquella tarde, esperando encontrarse con el habitual desorden de la modesta casa.
La premura por reencontrarse con Amadeo facilitó su arribo a la ciudad; en tanto que de él, poco supo durante la exposición de sus obras, una cautivante colección de pintura modernista.
A su regreso y rebosada de equipajes, entró a la casa sin hacer mucho ruido, encendió las luces con un chasquido y reparó sigilosamente – con agudeza omnisciente – en cada cuerpo inerte, en la suspicaz fragancia del aire y en el absoluto silencio. Tanta calma le susurró al oído que algo andaba mal.
La casa estaba fría, probablemente ocasionalmente habitada desde que ella se fue, hacía como tres semanas. Los cristales estaban revestidos de polvo, al igual que los estantes, los cuadros y los frascos para granos forrados con tela; también la biblioteca, el busto freudiano de resina y el inmenso televisor. El refrigerador, la alacena y el almacén desprovistos de víveres, la bacha estaba seca y los plantines contiguo a la ventana de la cocina, sin una gota de agua, al borde de la deshidratación.
La guitarra acústica que adornaba el confortable living, se moría por vibrar; las cortinas, el control remoto y el cenicero, todos en su sitio.
Dejó los bolsos al borde de la mesa ratona y subió hasta el dormitorio sin sacarse los tacos ni el apretado vestido negro con lentejuelas. Las zancadas irregulares de sus estilizadas piernas perecían saltear un escalón a la vez, agachó la cabeza y bufando bajo siguió, tal vez incómoda con la circunstancia.
Al ingresar a la habitación realizó el mismo peritaje con olfato sabueso. El somier matrimonial dormía suave como aquella última vez que dobló sus sábanas de ceda. El clóset no escondía a nadie y los almohadones de símil cuero descansaban firmes sobre el mismo futón.
Se cubrió los ojos con una sola mano y suspiró fuerte, sus pies hinchados hicieron que se desplomara de cansancio, instante en que la cobija la abrazó para adentrarse en un sueño abisal.
La puerta estaba entreabierta y alguien entró sin tocar, Freya sintió las pisadas del bulto y luego de beber agua del vaso apoyado sobre la mesita de luz, se restregó los párpados procurando despertar, casualmente era Amadeo. La amarga saliva se abrió paso quemándole la garganta, pero no dijo nada, masticó la bronca. El hombre saludó cariñosamente y se recostó ocupando el lado izquierdo del engrosado colchón, su lugar predilecto.
Con la mirada puesta en el cielo raso, él le contó las escasas novedades sucedidas hasta el momento, ella decidió mirarlo pero no prestarle su atención. Fingió seguir la conversación gesticulando apáticamente, tomó el cuchillo de cocina que ocultó bajo la almohada y en menos de lo que dura un pestañeo, le atravesó la tráquea.
Ambos se miraron atónitos sin poder creer lo que estaba ocurriendo, la dama rompió primero el clima de estupor, soltando un llanto ensordecedor; el hombre al borde del abismo atinó a autosocorrerse pero cayó sin más remedio, atrapado por la fuerza de gravedad.
Las sirenas de un patrullero que merodeaba el barrio iluminó la habitación con las cortinas abiertas de par en par, Freya pegó un salto aterrada, mientras su amado agonizaba sobre el alfombrado color rojo intenso. Desesperada pensó dónde ocultar nuevamente el cuchillo – esta vez ensangrentado – luego a la víctima y posteriormente pensó en ella, en el trágico crimen que había cometido. Pues nadie sabe lo que realmente habita en las profundidades de la mente, sitio insoldable y sombrío como las fosas del océano.
Amagó trabar la puerta y encerrarse a pensar. No obstante, al encender la luz del dormitorio otra ráfaga de espanto la detuvo, Amadeo había desaparecido, sí, el moribundo se esfumó de repente sin dejar rastros. Volvieron los gritos de desesperación hasta que finalmente, en medio de alaridos y con el cuerpo empapado de sudor, la dama se despertó.
Un baño renovador con sales y música celta la devolvió a la calma, se colocó la bata e hizo un par de llamadas desde la línea principal. Oyó atentamente los mensaje del buzón de voz rasgándose la piel con la uña más larga.
Entre ofertas promocionales y mensajes que ella misma le envió durante aquellos días agitados fuera de la ciudad, escuchó la voz apacible de una mujercita enseñándole una dirección; faltaba una hoja en el anotador.
Con las manos inquietas y el alma endiablada revolvió la cajonera y encontró las pastillas que habían sido proscritas meses atrás, pero la situación nuevamente obligó a ceder. Enfrentada consigo misma ingirió dos o tres comprimidos del pastillero, seguramente mucho más de lo prescrito. Se miró en el reflejo con los ojos enrojecidos y en un nuevo rapto de ira, el espejo pagó la culpa producto de un puñetazo.
Para su suerte solo el cristal salió dañando, decidió entonces volver a la cama y soportar los efectos adversos de la sobremedicación, algo que ha sabido manejar a pesar de su constante vehemencia.
Al paso de seis u ocho horas – nadie se acuerda – Amadeo se sentó en el umbral de la puerta y encendió un cigarrillo; Freya que acababa de levantarse emergió enojada por la asfixiante humareda y las colillas tiradas en la alfombra, motivo por el cual, hizo que desachave sus cabales.
Sesgada por la emoción se le abalanzó encima y mediante una rara técnica de inmovilización, estiloso y brutal, lo subyugó como una fiera que anula a su presa. Luego y sin asqueo, culminó la embestida lanzándole con furia por las escaleras. El hombre que no tuvo tiempo de reaccionar dio varias vueltas besando uno a uno las escalinatas de madera hasta quedar boca abajo. El cuerpo tieso quedó planchado, mientras la sangre que drenó de sus orificios se expandió por todo el living.
Freya quedó perpleja, mirando la escena desde arriba, muda e impertérrita. El Mr. Hyde que hizo de huésped por unos instantes, cumplió con su cometido y se echó a andar satisfecho, dejando a la pobre dama huérfana y sola con la inmensidad del espanto.
Realmente había transcurrido cinco horas desde que volvió a recostarse. Los efectos alucinógenos y el profundo trance explicaban la angustia con la que despertó. Se levantó y miró hacia el living que era un interminable desierto. Las cosas se encontraban en su sitio, pero no hubo señales de Amadeo.
Pasada la medianoche, se escuchó el trino de un manojo de llaves al compás de unos pasos de suela, Freya siguió apostada en la alcoba, sabiendo que aquél sujeto de movimientos ligeros, era Amadeo.
Él, colocó el manojo de metal en el portallaves y encendió el televisor que retumbó a través de los altoparlantes. Se sentó enfrente mirando aquél fantasma que reflejaba la interferencia en la pantalla.
Freya se pintó los labios color rojo carmín frente al espejo resquebrajado. Sus ojos despiadados le ordenaron romper aquél vaso de vidrio contra el respaldo de la amplia cama; se recogió el cabello dejando a la vista sus profusas ojeras de mil noches de insomnio, ya había dormido suficiente.
Bajó despacio empuñando aquella improvisada arma letal, descalza y segura, la sangre caía por gotas debido a la presión de su mano hábil, delicada y nerviosa.
Finalmente, la amarga espera terminó.