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Hasta que la muerte nos una

Por Malena Meilan  malenabrmeilan1@gmail.com 

Era primavera, la flor se deshojaba a sí misma. Creaba en el desamparo de los amores no resueltos, elucubraba finales para el absurdo de los muertos. Ella en sí ya no creía en nada, o lo que es peor, ya no creía en ella misma. Algo le corroía por dentro y, desde otro punto de vista, nada estaba tan tranquilo como en ese momento.

Desde un telescopio que colgaba de la rama de un árbol, divisó una estrella, supuso que era nueva. Había pasado mucho tiempo desde que no miraba el cielo con su príncipe. Recordó lo que le escuchaba decir a la gente acerca de la muerte y las estrellas, ¿será cierto que al partir podemos incluso convertirnos en un cometa?

Frenó el impulso de ir a buscarlo. Su premisa era no olvidarse que las raíces debían estar bajo tierra. Sin más nada se refugió en el absurdo de lo indebido, solo bastaba pensar en aquellos momentos donde cumplía todos sus caprichos. Quiso llorar, pero no debía mostrarle al árbol que iba ganando el espacio ni un ápice de debilidad.

La llamarían loca si se atreviera a advertir que alguna vez existió, que tenía ojos como el cielo y cabellos como el oro. Nada que reclamar. Sabía que se había cansado de ella. Pero era un impedimento no querer dar marcha atrás a su orgullo. Desesperada ponía fin al pensamiento rumiante y se dedicaba a tomar un baño de sol.

Perfidia de un corazón machucado, ninguneo de la existencia. Nada más perfecto que ser simplemente, sin juicios ni prejuicios. El sol logró su efecto, le dio un aspecto más monocromático al color rojo de sus pétalos. Así, ella se sentía especial y feliz de ser la única en su especie, al menos dentro de ese planeta.

Una serpiente robusta descendió por el árbol con los colmillos afilados y ella pidió un deseo: volver el tiempo atrás. Parapetada por sus miedos, sintió desvanecerse. En un abrir y cerrar de ojos pudo verlo en un jardín, y allí, ella no era la única, pero a la vez lo era. Es el tiempo el que no podía desandar, el tiempo derrochado en besos, caricias, abrazos. Tal vez sí la recordaba.

Pendía de un hilo la oportunidad de dejar las cosas en claro, de exhalar sentimientos, de metamorfosear actitudes. Fue entonces cuando vio un oasis, el agua estaba tibia y un cuadrúpedo, tal vez perro, tal vez lobo, tal vez zorro, bebía de él. Hacía calor, como esos veranos interminables en los que disfrutaba más la compañía.

Entre el vaho pudo vislumbrar esos cabellos que tanto conocía, no podía afirmar si era un espejismo. Lloraba animosamente, si es que de ánimo se llora. Pensaba no ridiculizar esa decisión. Pensaba no dejar nada detrás. Ella solicitaba unas palabras, como si la verborragia fuera fuente de sanación, o el vocabulario sinónimo de conexión.

Estoica en su determinación juró no darse por vencida. Perfidia de los manzanares que ostentan tentación. Ella se debilitaba, pero el sueño de mejorar astillaba su narcisismo, cuota de maldad que nadie percibía, excepto ella, su príncipe y su amigo. Nadie flaqueaba en la determinación.

Se preguntaba si tal vez esto de amar debería recaer en una formalidad. Pronto se supo confundida, insana, perversa. Necesitaba cierta congoja para sentirse humana, cierto vendaval de ilusiones para despertarse. Nada necesitaba más que un cuento de no acabar de no sentirse merecedora, o tal vez valorada, o tal vez feliz. De seguro, alguna causa externa encontraría, sin andamios que sostengan su locura.

Clara como el agua comprendió el significado de domesticar, y sabía que él era el único lazo que había forjado toda su vida. Necesitaba un descanso de la angustia que le generaba no saber en qué parte del desierto se encontraba, la serpiente le había prometido reencontrarse con él, pero sospechaba que le mentía.

Día a día, el árbol agrandaba las raíces. La rosa ya no se sentía parte del lugar donde había estado toda su vida. Se permitía sanar la herida del duelo. Reflexionaba que quizás unos pétalos en negro le quedarían mejor. Nada era tan amargo y relajante a la vez. El veneno de seguro ya le estaba haciendo efecto.

No sabía por qué dentro de tan vasto desierto era tan difícil encontrarlo. Entreabrió sus ojos, la serpiente parecía hablarle. Entre el fin y el inicio ya no había tanta distancia. La serpiente musitaba palabras que distinguía entre susurros.

– Puedo llevarte con él, pero él ya no está en el desierto. Marcó su punto de encuentro en una estrella y vine a cumplir el deseo de la reunión. Será un sueño eterno, pero lo será junto a él.

De un plumazo, la rosa supo que su príncipe había muerto, que el veneno no era simplemente un alucinógeno, que ella moriría y volvería a verlo. Asolada en su ensoñación, tomó el presentimiento de estar cerca de él. Sintió ese calor y esa reverencia que antes le parecía estúpida.

El efecto ensoñador ya estaba pasando, sintió un fuerte ardor en su tallo. Poco a poco sus pétalos fueron volviéndose negros y cayeron al suelo. Nada más que suspirar, sentirse caer sobre la suave arena, sin hacer ruido, tranquila, con el estupor de quien ya no le queda nada por decir.

Una vez efectuado el último exhalar, ella quiso saber si valía la pena morir, pero no por uno, sino por otro. Como si el último resquicio del orgullo fuera el altruismo, como si el egoísmo se filtrara por sus hojas hasta sentir la sanación. ¿Qué congoja quedaría ahora que ya no queda nada? ¿Qué ilusión sanaría cuando no se llega a ningún lado? ¿Qué tortura atraviesa un corazón impuro?

Llegar, partir. Ciclo en loop. Absurdo continuo. Esfera peripatética que emana caos. Seguir, soltar, amar, odiar. Polaridades que en cierto punto tienen y no tienen sentido. Se apagan los latidos y surge la eternidad.

– Ya estoy aquí principito, ¿cuánto tiempo esperaste por mí?