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Reverberaciones

Por Fabio Nuñez fabiofran12@gmail.com

Los crujidos del agua galopando hacia el abismo chocaban sobre las barricadas de su memoria recordando aquel día.
Era un domingo de primavera. La noche anterior se había pasado imaginando lo que sentiría, recordando todas esas anécdotas familiares que alguna vez escuchó de parientes lejanos en mesas navideñas. Repasaba detenidamente cada uno de aquellos relatos mientras la emoción y el insomnio se les ensanchaban. Correteaba por sobre las estelas de aquellas voces, parientes subiendo y bajando descalzo todos los senderos de su memoria. Así la hora iba pasando y levemente, sin darse cuenta, fue manso entregándose a las ofrendas del cansancio —correr tanto agota— y ya sobre la madrugada, rendido, se durmió.
El primer rayo de sol se colaba por las rendijas de la ventana cuando su padre entraba para despertarlo. Lo vió tan orgánicamente desparramado, tan amalgamado entre sus sábanas, que pensó por un momento no molestarlo, dejarlo allí jugando entre sueños, descansando, de todas formas, podrían ir a la semana siguiente, o en la otra, o en sus vacaciones de verano. Sin embargo, lo envolvía también una especie de contrato aún no resuelto, por lo que dudo un instante, miró su reloj y se decidió.
Juan, hijo, ya son las seis, levantate que nos vamos. No te olvides tu mochila por favor, y revisa bien que tenga la otra muda de ropa, la gorra y el repelente. Mira que volvemos tarde, no quiero que te olvides nada, pero dale metele que se va la hora.
Dieron un par de vueltas por la casa intentando no despertar a nadie más, guardaron las cosas en el auto sin hacer mucho bochinche y al rato ya transitaban aquella Ruta n° 12. Algunas horas de viaje, un poco de chamamé en la radio vieja, para lentamente acercarse a esa bendita tierra fronteriza.
Pá, ¿cuánto falta?
Poquito, pero falta todavía un rato.
Bueno, ¿pero no taaaanto no?
Falta menos que antes Juancito, pero ya vamos a llegar, tranquilo.
¿El abuelo también te trajo cuando cumpliste los diez?
Me trajo un poquito más de grande, pero sí, me trajo de gurisito como vos.
Ah, y… em… ¿también tardaron mucho en llegar?
¡No sabés lo que tardamos! los caminos eran más difíciles antes hijo, pero llegamos bien, que es lo importante.
Adentrándose la siesta ya pisaban el Parque Nacional. Un rato después los llevaba al puerto “Canoas” un trencito lleno de turistas ávidos de registros instantáneos. En la estación un hombre extranjero, quizás estadounidense, les preguntaba alguna cuestión en inglés, sin titubear su padre indicó un lugar metros más adelante, éste agradeció —posiblemente— y se fue.
Pá, ¿qué te dijo?
No sé.
Comenzaron a caminar por la pasarela sumidos en un absoluto silencio —es difícil hablar cuando aturde el paisaje—. Avanzaban despacito, como dejándose absorber e impregnándose por cada cosa. Así se iban adentrando en aquella selva, con el tiempo clerical de la reverencia, como quien entra a un santuario; casi pidiendo permiso o más bien perdón —como se sabe lo extraordinario suele convocar ciertas solemnidades—. En el cielo se imponían los tucanes, a sus pies algún que otro coatí se arrimaba exigiendo alimento, al costado los Curupay bañaban de una sombra necesaria la caminata, a lo lejos se percibía el sonido de aquella garganta bramando. Poco a poco se acercaban hacia ese horizonte ancestral.
La tarde llegaba y con ella también el padre y el hijo. Estaban al fin frente a frente con aquello. Bravura majestuosa. Todo un río derrumbándose infinitamente, gritando desaforadamente la vida y la muerte; indómita, irreverente, bestial, milagrosa. Una Diosa guaranítica de agua. Juan le tomó la mano a su padre, caminó hacia la baranda y miró. De repente todo lo que lo rodeaba desapareció por completo. Se quedó absolutamente solo, a oscuras, vacío, deshecho. Sintió ahogarse en sí mismo. Aquella inmensidad lo devoraba. Cerró los ojos y un llanto intempestivo le brotó sin resistencia. Lloró desconsoladamente como intentando despojarse de todo eso que no entraba en su cuerpo. Todo ese torrente le manaba por los poros, toda esa cascada infernal que ahora no solo se hallaba afuera, sino que lo habitaba; todo Iguazú le crecía por dentro.
Su padre decidió no interferir con aquella eucaristía. Podía entender lo que ocurría, al fin y al cabo, él mismo había experimentado sensaciones semejantes. Por lo que se quedó al margen, en un papel quizás menor pero necesario. Su emoción estaba trazada hoy solamente por Juan, miraba a través de él, se conmovía a través de él. Había llegado la hora de cumplir al fin con esa obligación que hace años arrastraba. Esa experiencia que había incubado décadas atrás y que se había transformado en deuda.
Así pasó el tiempo, nadie podría decir cuánto, para cualquiera un par de minutos para Juan la eternidad. Y todo lo transitaron juntos, sin soltarse de la mano, sin separarse ni un poquito, unidos en ese vaivén de estremecimientos y desasosiegos, exaltaciones y quietudes, entusiasmos y temores, euforias y calma absoluta —algunas veces es complicado saber qué sentir ante lo inconmensurable—.
¿Cómo estás hijo?
No sé.
Lentamente comenzaba a resplandecer la luna sobre la tarde cuando decidieron marcharse. Su padre sabía que era imposible irse por completo, que algo quedaba allí para siempre. Juan no lo sabía, pero podía intuir que algún día volvería, quizás también en un papel menor, escuchando chamamé en alguna radio vieja y repitiendo “sí, me trajo de gurisito como vos”.