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Bien negros. Bien conurbas. Bien argentos.

Por Angel Cadelli- Miembro de Social 21 La Tendencia

12 febrero, 2022

Compartimos esta reflexión hecha desde una orientación peronista sobre los sectores populares del cornurbano bonaerense, su estigmatización y su rol en la construcción de la identidad nacional.

A Romi, al Negro, a Nora, a Palmita

                 Tal vez en la negritud de los conurbanos argentinos esté lo mejor de nuestra identidad. Quizás allí, de esa piel oscura y profunda, nazca nuestra política, el más alto y universal de nuestros valores. Aunque sea de difícil comprensión para los no argentinos. Aunque los terratenientes agroexportadores, la curia capitalista, el milico servil y los políticos de embajada lo hayan perseguido una y treintamil veces, el argento conurba no se borra. Siempre vuelve, siempre está. Para ellos y ellas entonces esta definición, esta joven Cátedra Bárbara.

                Según el stablishment internacional, la Argentina trascendente es la que importa y exporta. Y ninguna otra. Su modelo civilizador, su razón universal… carece de razón. Porque obedece al apetito imperial de sus gobiernos y la brutalidad asesina de sus ejércitos. Todos los golpes de estado que han sido, lo fueron al servicio de la banca, las cerealeras, las petroleras y el interés geopolítico extranjeros. España, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, son las máscaras con las que el capital cubrió su rostro en Argentina. Rostro universal, único e inconfundible, que debe esconderse para que los Pueblos del mundo no lo reconozcan y se unan en su contra. Capital que ha logrado naturalizarse como algo más del paisaje. No ya producto cultural, no ya cruel invención humana. No ya artificio que, por la ambición materialista de sus cultores, favorece a unos y perjudica a otros arbitrariamente. Como solo Marx lo retrató hace 150 años… y como sigue siendo hasta hoy día.

                Los historiadores también lo ocultan. En sus abultados registros, la mención sumaria de acontecimientos, batallas, guerras, pestes, hambrunas, expediciones, descubrimientos, no señalan su influencia causal. Parece un tema más entre otros, un adjetivo extra… nunca la razón fundante. Salvo excepción (Milcíades Peña, Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui, Arturo Jauretche, Norberto Galasso), los historiadores argentinos son tan neutros al capital como pudieron haberlo sido Homero, Virgilio o Platón. Y en esa neutralidad le son funcionales. Perdiéndolo en la acumulación, lo favorecen: ocultan al asesino, protegen al culpable.

Según el stablishment internacional, la Argentina trascendente es la que importa y exporta. Y ninguna otra. Su modelo civilizador, su razón universal… carece de razón

Peores son los economistas. Formados en el vientre fétido de la bestia, pretenden elevar el capital a ley de la naturaleza. Se dicen ellos mismos científicos y exactos. E igual para su materia de estudio, el capital que los parió, su perverso padre (al que consideran un fenómeno cósmico, planetario, global, tan universal como pueden serlo la lluvia o el sol). No denuncian su característica cultural, su origen humano y voluble. Muy por el contrario, la niegan. Soberbios en la mugre, se revuelcan en sus propias inmundicias: con discurso agresivo, descalificador, denigran a quien confronte con ellos o el capitalismo, ese hecho consumado al que juraron lealtad y obediencia. No hay economistas populares: son todos gorilas, de derecha, aún los progres. Y no tienen ciencia ni exactitud. Es una pose, una fachada verosímil para su pensamiento contradictorio, su falta de ética, su debilidad argumental.

                Por eso esta puesta en valor del conurbano.

                Porque a pesar del adoctrinamiento de derecha (que la radio, la tele y el diario bombardean disciplinada, cotidianamente) hay esperanza en el villerío. No la de zafar aislados, solos, sino la de seguir juntos, en manada.

                Y esa esperanza compartida, esa sana ambición, común y popular, es revolucionaria.

                Aunque algunos (quizás muchos, nunca demasiados) hayan sucumbido al embrujo estéril de la sociedad capitalista, en el pobrerío argento hay semillas de nuestra rebelión originaria. Algo de malón, de montonera, contra el huinca capitalista y el fortín, que alambró el campo libre, el campo de todos. Algo de 17 de octubre por el bien común, en defensa propia, de clase. Algo de Cordobazo contra la empresa capitalista y su milicada golpista. Algo popular y democrático, de los derechos humanos, por los treintamil y contra el genocidio. Una reivindicación conurba que exige respeto hasta de la yuta que la reprime. Barrios populares: crueles territorios de la injusticia, sucios jardines de la insurrección política, cuna potencial del proyecto de liberación.

                Tal vez por eso derecha e izquierda (dogmáticas e internacionales) nunca prendieron en el sentimiento argentino. Tal vez ahí esté la causa por la cual, en democracia, solo gobiernan radicales o peronistas. Porque hay un alerta genético contra lo de afuera. Porque el antiguo tolderío vive todavía en lo profundo del conurba argento. Son las mismas pieles morenas, las mismas negras miradas que se alinearon con San Martín, Belgrano, Rosas, Yrigoyen, Perón, Evita, Tosco y el Che. Y ese corazón de pobre, templado en el sufrimiento y las historias chicas de su humilde territorio, no reconoce como propia a ninguna embajada extranjera, a ningún interés foráneo.

                 Por eso el conurba argento tiene valor filosófico.

                Porque, aunque se reconozca humilde, se reconoce. Es consciente de sí y de la injusticia que lo oprime. Aprendió con el propio cuero (para jamás olvidar) que aun perdiendo, aún en la más desesperada de las derrotas, es posible mantener algo de dignidad. Por eso, en vez de cultivar la victoria o el éxito (que le resultan imposibles en su condición) hace del aguante su mayor honor: es capaz de fajarse aún en la certeza de ser destruido.

Contra la yuta, entre la miseria más abyecta, jóvenes levantiscos y madrecitas solteras le pelean a la vida su pobre, pequeño pedazo. Admiten la imperfección, la falla, la equivocación como fuente principal de su escasa sabiduría. Pero jamás presumen de ella, porque la consideran un nuevo fracaso, otra cosa más que no les resultó.

                Y, sin embargo, allí reside lo que más los diferencia, lo más revolucionario de su esencia.

                Nada de continuidades para el conurba argento. Esperanzas, ilusiones, fracasos, pasiones, traiciones, rupturas, nuevas aventuras. Violentos aprendizajes. Sufrir, caer, partir, hasta por fin andar sin pensamiento. Y trémulos intentos, hasta volver a empezar. He ahí su filosofía, su concepto, la íntima verdad con que se vincula a la vida, al mundo. Y esa lucidez, aunque en malos momentos se aturda con alcohol o droga, no le erra. Su rock ama a Los Redondos en argento más que a los Beatles en inglés, aunque no los contraponga. Su tango rezonga y llora mejor con Goyeneche o Adriana Varela que con Gardel o Susy Leiva. Su folklore siente y piensa más con Yupanqui o Guaraní que con los Chalchaleros o los Visconti. Su lealtad derechohumanosa a las Madres se expresa en León Gieco, la Negra Sosa o Víctor Heredia, más que en algún dirigente. Y su insensata, audaz, desfachatada alegría se tiñe de nostalgia en guarachas santiagueñas, cuartetos cordobeses, cumbias santafesinas, carnavalitos jujeños, chamamés correntinos que acuden desde toda nuestra geografía a su generoso corazón.

                 Por eso en esta pléyade de rupturas y constantes miserias, lo que busca es más una absolución moral que la interpretación de una historia que lo atribula. Mira hacia arriba, hacia lo más alto, deseando ser rescatado del laberinto de injusticias que es su vida. Pero nada viene desde allí. Dios no ha llegado ni llegará hasta después de la muerte, y los helicópteros tampoco. Entonces se fabrica el aguante. Contra todo y contra todos, el aguante. Y el aguante dignifica. Aún perdido, fracasado, yendo preso o muriendo, si tuvo aguante, tendrá honra, será respetado.

                A partir de ahí, todo cambia: el conurba argento busca una solución política, propia.

                Porque ha salvado su honor a través del aguante. Se ha definido a sí mismo con dignidad. No quiere dejar de ser quien es, ese en quien se ha convertido. Autorreconociéndose en el aguante, reclama una solución política para estar mejor siendo él mismo. Quiere cambiar por fuera, no por dentro. Tiene consciencia de sí y de los demás. Por lo tanto, pide guita, no consejos. Los milicos represores no logran doblegarlo: desafiante, se les para de manos apenas puede. Los empresarios chupasangre no lo han agotado: cada tanto pide aumento, mejoras y lo que sea. Los curas no logran que se resigne al valle de lágrimas: sigue buscando a Dios en la tierra. Y los políticos no pueden matarle la voluntad: sigue deseando, peleando, exigiendo que todo cambie, a su favor y para siempre… Ninguno de ellos lo comprende. No advierten que la miseria ha hecho gigantesca a su esperanza.

                Y esa negritud, conurba y argenta, que los otros consideran su culpa, su vergüenza… ahora es su orgullo.

Tiene consciencia de sí y de los demás. Se ha dado cuenta de que nunca le sirvió ni le servirá tenerse lástima por ser la víctima, autocompadecerse. Sabe, ha comprendido, que empresarios, milicos, curas y políticos son sirvientes del capital. Advierte que, aunque llore, jamás habrá piedad para los suyos. Y que no hay dignidad fuera del aguante. Que cuando esos cuatro, de a uno o en montón, se compadecen, en realidad fingen, simulan. Esperan alguna nueva humillación de su parte. No les basta con someterlo, le quieren robar la dignidad también. Agreden su orgullo, le faltan el respeto… lo basurean antes de darle la limosna.

                Habiendo visitado Colombia, Paraguay, Brasil, Uruguay, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Cuba, México, Perú, Rusia, Ucrania, España, Francia, Italia y Estados Unidos entre otros países, podemos afirmar que no hemos conocido pobres con más aguante que en Argentina. Casi a la par, ahí, en la Bolivia de Evo Morales. Quizás más lúcidos en la Cuba de Fidel Castro. Tal vez más organizados en la Venezuela de Hugo Chávez. Pero no con el aguante argentino. Aguante propio, visceral, conurbano… y guacho, no inducido por liderazgo político alguno.

                Gloria y loor al negro conurba argento.

                Hacia él marchamos. Cuando nos decimos orgullosos portadores de nuestra negritud, decimos que no queremos cambiar. Nos reivindicamos ante propios y extraños como somos. Deseamos un cambio sin convertirnos en otras personas. Son otros los que deben cambiar. Nosotros somos los compañeros, no el enemigo. Ellos deben cambiar: el milico bravo, el cura forro, el político traidor, el empresario negrero. Ellos, esos, tienen que cambiar.

                Terminemos con el egoísmo y la indiferencia de la clase alta. No con la solidaridad del barrio. Frenemos la represión. No los reclamos de la gente. Construyamos justicia y felicidad en esta vida, aquí y ahora. No cuando estemos muertos. Discutamos la plusvalía, que es la sangría y el problema. No el salario del que trabaja. Enfrentemos a los mentirosos de la política, del cuartel, de la empresa y del púlpito. No al que dice verdades.

                La Argentina es una Patria hermosa para vivir. Pero no nos dejan. Y es el capitalismo el que lo impide. Porque está armado para los ricos, y nosotros… somos los pobres. Ellos especulan, viven de rentas, son parásitos. Pero nosotros, ya seamos un humilde cartonero o el más encumbrado cirujano, salimos a laburar todos los días.

                Ya no nos dividirán. Somos la unidad. Vamos por todo. Bien negros. Bien conurbas. Bien argentos.

 

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