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Los orígenes del movimiento obrero en la Argentina

Por Rodrigo Salinas

3 diciembre, 2022

 

Rodrigo Salinas nos cuenta sobre los inicios del movimiento obrero argentino a fines del siglo XIX y hasta el primer centenario: cuáles eran sus lineas ideológicas, sus métodos de lucha y cuáles fueron las fuerzas que tuvieron que enfrentar.

 

La paz, la mirada optimista hacia el futuro de riqueza y la prosperidad ilimitadas que caracterizaron a la filosofía positivista desarrollada por Auguste Comte (1798-1857) en la ciudad de Parisen la segunda mitad del siglo XIX marcaron profundamente el tono general con el que los escritores del Centenario traducían las esperanzas de una sociedad basada en el supuesto “crisol de razas” y en la mano tendida de los inmigrantes europeos llegados a la Argentina. Sin embargo, la realidad social- y especialmente el mundo del trabajo- reconocía una problemática diferente, que aparecía “entre líneas” en algunos de los volúmenes publicados a principios del siglo XX. Los obreros, que en su mayoría eran extranjeros provenientes de Italia y España, estaban sometidos a los avatares del desempleo. Esta fue una de las causas principales por las cuales comenzaron a agruparse en organizaciones[1]Las condiciones de vivienda, salario y ocupación constituyeron un agente impulsor de agrupamientos de diferente carácter que reunieron a los trabajadores urbanos. En efecto, proliferaron … Continue reading de diferentes nacionalidades y carácter para defender y reclamar- desde su lugar de productores o consumidores- mejores condiciones de vida y trabajo. Dicho malestar se hizo manifiesto con el desencadenamiento de las primeras huelgas de obreros, las cuales con diferente intensidad, duración, causas, resultados y objetivos, comenzaron a registrase en la ciudad de Buenos Aires a partir de las primeras décadas del naciente siglo. 

“Entre los trabajadores militantes del periodo dominaron tres corrientes de pensamiento: la socialista, la anarquista y la sindicalista. Sin lugar a dudas, cada de una esas corrientes se planteaba la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los sectores populares cualquiera fuese el modelo de sociedad que proyectaba, pero había entre ellas diferencias notables.”

LAS HUELGAS DE OBREROS A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

Las huelgas, entendidas como formas de lucha económica y política, se convirtieron en las respuestas del proletariado a los efectos de la dinámica de la Argentina agroexportadora a fines del siglo XIX, cuya producción primaria se asentaba en la explotación de los trabajadores, lo cual se traducía en la obtención de salarios relativamente bajos, prolongadas jornadas laborales, deterioradas condiciones de trabajo y vivienda[2]La arquitectura del siglo XIX se margina de la realidad argentina y se ubica al servicio de la “Argentina ideal”. La vivienda de los sectores humildes, de la población necesaria, y la fábrica … Continue reading, a las que a menudo se les agregaba el flagelo de la desocupación. Pero, además, las huelgas tendían a parar el movimiento económico y, por lo tanto, ponían de relieve la contradicción existente entre la acumulación de riquezas por medio de la explotación en un polo y el empobrecimiento en el otro.

Si bien algunas de ellas adquirieron significativa espectacularidad y otras fueron particularmente violentas, hay elementos comunes en todas ellas: las huelgas se llevaron a cabo por demandas salariales, malas condiciones de trabajo y altos niveles de desempleos registrados en el país a principios del siglo XX. Lo que parece innegable, en palabras del historiador Leandro Gutiérrez, es que los disturbios sociales protagonizados por los trabajadores se generalizaron de tal modo que la llamada “cuestión social” se incorporó a la problemática de las autoridades y sectores dominantes[3]Gutiérrez, Leandro; ídem,  pp. 67-68. Este nuevo fenómeno se vio reflejado, por ejemplo, en las huelgas de inquilinos de 1907, en la incipiente organización de partidos políticos contestatarios (cuya máxima expresión se dio entrelos socialistas, quienes accedieron por primera vez a la representación parlamentaria en 1904) y, por contrapartida, en la sanción de la “Ley de Residencia”. Esta ley le permitía al Estado expulsar del país a los “extranjeros indeseables” que representaran un peligro para la seguridad nacional y el orden público y la creación de un cuerpo especial para reprimir las actividades contestatarias y así incorporar integralmente a los poderes públicos al campo de tensión entre los trabajadores y los empresarios. Fue impulsada por uno de los mayores exponentes literarios de la “Generación del ´80”, el escritor Miguel Cané en 1902.

Por lo menos, hasta 1911, muchos de los conflictos terminaron desfavorablemente para los trabajadores. Del total de huelgas producidas en 1907, 1908, 1909 y 1911, el 48.3% finalizó con el reemplazo de los huelguistas por otros obreros; el 28.9% con la vuelta al trabajo en las condiciones fijadas por los patrones y solo el 20.4% con el arreglo directo de las partes[4]Gutiérrez, Leandro; ídem, p. 81. Esta situación revelaba las contradicciones de una sociedad en transformación que no reflejaba el optimismo que sustentaba el oficialismo respecto a las “grandezas de la Argentina”, como tituló el escritor, periodista y político republicano español Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) en su apología sobre la “Nación Sudamericana” [5]Blasco Ibáñez, Vicente; “La Argentina y sus grandezas”. La Editorial Española Americana, Madrid, 1910.

Escena de una de las manifestaciones de la Huelga General del 1º de mayo de 1909 organizado por la FORA anarquista en Plaza Lorea. Aquí se observa a los manifestantes con sus banderas, entre ellos el portaestandarte de la agrupación feminista, huyendo de la acometida policial.

LOS RASGOS GENERALES DEL PENSAMIENTO MILITANTE

Entre los trabajadores militantes del periodo dominaron tres corrientes de pensamiento: la socialista, la anarquista y la sindicalista. Sin lugar a dudas, cada de una esas corrientes se planteaba la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los sectores populares cualquiera fuese el modelo de sociedad que proyectaba, pero había entre ellas diferencias notables.

Los socialistas, cuyas primeras manifestaciones se produjeron a mediados de la década de 1890, reclutaron su clientela entre los trabajadores que tenían una posición de cierto privilegio, como los maquinistas y fogoneros del Sindicato de “La Fraternidad” (fundado en la Capital Federal el 20 de junio de 1887) y otros grupos de obreros especializados; también entre los trabajadores residentes de antiguo en ciertos barrios porteños, como La Boca. Los gremios socialistas habían surgido como parte de una organización vertebrada en torno del partido. Los “principios” y el “programa” eran para ellos elementos centrales. Además, el Partido Socialista haba adherido al parlamentarismo y era fuertemente anticlerical y antimilitarista.

Los anarquistas, en cambio, reunían a sus adherentes en los pequeños talleres y entre los ocupados en actividades de servicio. También entre mecánicos, albañiles, panaderos, zapateros y constructores de carruajes, todos ellos oficios más próximos al trabajo artesanal que a las modernas ocupaciones industriales y caracterizados por la dispersión geográfica de quienes las ejercían.

Los sindicalistas, finalmente, fueron los que mejor penetraron en los gremios concentrados, como los de estibadores y trabajadores portuarios de Buenos Aires, y posteriormente en los talleres ferroviarios[6]Rock, David; “El radicalismo argentino. 1890-1930”, Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 1975..

El anarquismo estaba lejos de poseer la homogeneidad ideológica de los socialistas y tenía más bien un conjunto de actitudes frente al mundo, que una doctrina elaborada. No solo negaba la eficacia de la lucha política, sino que la consideraba perjudicial para los trabajadores, que solo podían derribar al Estado mediante una poderosa organización obrera. En estas condiciones, mal podían aceptar que los militantes sindicales lo fuese de organizaciones políticas y menos aún que ocupasen cargos representativos en el Congreso Nacional, la Legislatura porteña o los municipios de la Provincia. En buena medida, esta posición era compartida por los sindicalistas, cuyas manifestaciones de oposición a la política fueran frecuentes.

Las diferencias se hicieron visibles asimismo en relación con la utilización de las huelgas. Por un lado, los socialistas aceptaron a estas como un recurso para la obtención de mejoras en las condiciones del trabajador, y particularmente en lo referido a los salarios y jornada de trabajo. Los anarquistas, en cambio, no confiaban en el poder de las huelgas parciales y tendían a la huelga general, a la que eran decididamente afectos, como un instrumento para producir la “revolución social”. La última de estas huelgas fue programada en el contexto de los festejos por los primeros 100 años de la Revolución de Mayo. Una bomba colocada en el Teatro Colón el día 26 de junio de 1910 fue el epilogo de la misma y aceleró ese mismo año la aprobación de la reconocida “Ley de Defensa Social”.

Con el consiguiente predominio del sindicalismo, la huelga general dejó de ser el arma de uso recurrente. Había servido para ampliar los vínculos de solidaridad entre trabajadores, particularmente entre aquellos que vivían y trabajaban dispersos, pero su abuso la convirtió en una divisoria de aguas entre socialistas y anarquistas y en el detonador de importantes represiones. Los socialistas, diferencia de los anarquistas,  procuraban que lo que había sido un movimiento instintivo se organizase y se desarrollase su conciencia. Entendían que el sindicato era útil no solo para la autodefensa sino también para cimentar una sociedad. No negaban la política, pero creían que el sindicato era el único capaz de practicarla con probidad. Además, los sindicalistas se preocuparon por los objetivos y demandas económicas de los trabajadores más que los socialistas, a quienes les interesaba más los aspectos políticos, por eso valorizaron la táctica, la coordinación, la planificación y la oportunidad, las cuales se vieron plasmadas en la fundación de la Confederación General del Trabajo (CGT) en la década de 1930[7]Gutiérrez, Leandro; idem, pp 81-82

BUENOS AIRES- UNA CIUDAD SITIADA

Los frecuentes disturbios sociales que se hicieron visibles a comienzos del siglo XX desataron medidas coercitivas por parte de un Estado hasta entonces renuente a intervenir en los conflictos entre el capital y el trabajo. La legislación y las medidas represivas que fueron su resultante venían así a incorporarse al cortejo de disposiciones tendientes a encarrilar una ciudad “desordenada” que parecía escaparse de las manos. En los años transcurridos entre la sanción de la Ley de Residencia y las fiestas mayas de 1910 se fue profundizando el mecanismo de control estatal que penetró, aisló y dispersó a los núcleos más hostiles al sistema. Cada pico de tensión social era respondido con la deportación y detención de sus dirigentes, la aplicación del estado de sitio, el cierre de los locales obreros y la clausura temporal de los diarios opositores [8]Suriano, Juan; “Trabajadores, anarquismo y estado represor”. De la Ley de Residencia a la Ley de Defensa Social (1902-1910).  En  “Conflictos y procesos de la historia Argentina … Continue reading.

El año 1910 fue un año de confrontaciones particularmente violentas entre el Estado Nacional y los obreros (nucleados estos últimos bajo las banderas de las dos tendencias políticas de izquierda más importantes que existían en el país: el anarquismo y el socialismo), cuyos militantes fueron fuertemente reprimidos por las fuerzas de seguridad en las protestas que tenían lugar en las calles de Buenos Aires, especialmente tras los trágicos sucesos vividos en el centro porteño durante la llamada “Semana Roja” de mayo de 1909, nombre que se le otorgó a la huelga general más importante que se había conocido hasta entonces a nivel local, cuyo epicentro de concentración humana se había dado en Plaza Lorea.

Ante la organización del acto central del 25 de mayo de 1910, nuevas huelgas obreras hicieron peligrar las grandes exposiciones que debían realizarse para la celebración del Centenario. El Presidente de la Nación José Figueroa Alcorta- quien había accedido a la Jefatura del Estado el 12 de marzo de 1906, tras el fallecimiento del primer mandatario Manuel Quintana- no podía admitir que las organizaciones obreras fueran a alterar la paz y el orden y a enturbiar los festejos que iban a llevarse a cabo en el centro porteño. Por tal motivo, el día 13 de mayo, el Congreso Nacional- en una sesión de pocos minutos- decidió aplicar el llamado “estado de sitio” para intentar mantener a cualquier precio la tranquilidad en las calles de la ciudad.

 LA SANCIÓN DE LA “LEY DE DEFENSA SOCIAL”

El 28 de junio de 1910, dos días después que se produjera el atentado anarquista en el Teatro Colón, el gobierno nacional intentó acelerar el tratamiento de medidas más represivas contra el movimiento obrero, lo que decantó en la sanción de la llamada “Ley de Defensa Social”, la cual  prohibía la entrada de los condenados por delitos comunes, anarquistas y demás personas que profesasen o preconizasen el ataque contra las instituciones del Estado. Establecía, además, la necesidad de obtener autorización previa para cualquier reunión pública, proscribía las reuniones anarquistas y fijaba las penas para los delitos contra el orden social. Dicha ley colocaba al Poder Ejecutivo como la institución encargada de acusar, juzgar, detener y expulsar a los extranjeros, sustrayéndolos por completo de la esfera judicial. A partir de su aplicación, la libertad de imprenta, el derecho de manifestación, de asociación y de reunión quedaron suspendidas y se ordenaron deportaciones. Cesar Viale- secretario de la policía de la Capital y sucesor de Alberto Lartigau- quien había fallecidojunto con el Coronel Ramón Lorenzo Falcón en su carruaje particular el 14 de noviembre de 1909 en la actual esquina de Callao y Quintana a manos de un joven militante anarquista de origen ucraniano llamado Simón Radowitzky (1891-1965)- dejó entrever la política represiva del Estado Nacional cuando contaba que “Con el comisario Vieyra Latorre nos mordimos los labios, pero había dispuesto la superioridad que no se irritase al “ciervo” en vísperas de las semana  del Centenario de mayo” [9]Frydenberg, Julio y Ruffo, Miguel; “La Semana Roja de 1909”, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1992, p. 15.

El clima era propicio para que los nuevos trabajadores hicieran oír su voz y lucharan a favor de sus derechos laborales y, al mismo tiempo,  presionaran al primer magistrado para que derogara una serie de leyes que los afectaba fuertemente en sus ámbitos de trabajo. Así, las organizaciones obreras pretendieron aprovechar la oportunidad que les daba el clima festivo que se estaba viviendo para forzar la derogación de la Ley de Residencia. Se conjeturaba que ante el temor de una huelga general para la semana de mayo, el gobierno cedería a la presión. Por su parte, la Confederación Obrera Regional Argentina (CORA)- de tendencia mayoritariamente sindicalista revolucionaria y una minoría socialista- decidió llamar a huelga general, como quedó reflejado en una de sus proclamas: “Estallará en las vísperas del 25 de mayo como un mentís  cuantas libertades quieren celebrarse y exhibirse ante un mundo civilizado (…)” [10]“Proclama de la CORA”, abril de 1910. Para no ser menos que sus rivales sindicalistas, la dirigencia anarquista organizó para el 8 de mayo una masiva manifestación en la que participó un número que oscilaba entre cuarenta y cien mil personas, según la óptica siempre ideológica del medio que había efectuado el cálculo. “La Protesta”, órgano anarquista, además de elogiar abiertamente cualquier futuro magnicidio, tanto de Figueroa Alcorta, como de Roque Sáenz Peña, electo en marzo de ese año, declaraba en su editorial: “Si no quieren guerra el día del Centenario, hemos de conseguir la supresión de la Ley, o habrá agua en la fiesta”. Ésta era la palabra ácrata oficial, y de esos mismos textos se valdría luego el gobierno para establecer las bases jurídicas de la represión.

Tapa de la Revista “Caras y Caretas” del 20 de noviembre de 1909, donde aparece en primera plana la cara del  Coronel Ramón Lorenzo Falcón, Jefe de la Policía de la Capital Federal, asesinado seis días antes por el militante anarquista Simón Radowitzky.
Foto de perfil del ruso Simón Radowitzky a los 17 años de edad, tras su detención por fuerzas de la Policía Federal, luego de haber colocado una bomba en el interior del coche particular que trasladaba a Falcón.

MAYO DE 1910- LA ANTESALA DEL CENTENARIO

En la noche del 13 de mayo de 1910- unos días antes que se diera inicio a los festejos centrales por la conmemoración del Centenario de la Revolución- bandas armadas integradas por jóvenes de la oligarquía porteña que contaban con el apoyo de la policía porteña, asaltaron, devastaron e incendiaron la redacción del diario “La Protesta” y también la del diario “La Vanguardia”, órgano oficial del Partido Socialista, así como los locales de varios centros sindicales. En su libro de “Memorias” publicado en 1965, Felipe Amadeo Lastra, uno de los integrantes de las patotas, se enorgullecía de su participación en esos episodios con estas palabras: “Al conmemorarse el Centenario se recurrió a los “indios bien” para evitar la acción de los extremistas, quienes pretendían hacer fracasar los festejos patrios que iban a realizarse. Se averiguó en forma sigilosa donde se hallaban las madrigueras de estos extremistas y fueron justamente las “patotas”, tan equivocadamente vilipendiadas por los reporteros, las que hicieron abortar los atentados preconcebidos”. Y luego agregó: “La policía no tuvo necesidad de actuar y las autoridades quedaron reconocidas por la actitud decidida y valiente de estos jóvenes”[11]Salas, Horacio; “Buenos Aires 1910: Capital de la euforia”, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003, p. 47. De este modo, toda la prensa extendida a lo largo y ancho del país recibió precisas instrucciones por las que se prohibía hacer mención de los hechos, informar sobre los detenidos o publicar textos de autores de tendencia contestataria.

En medio de la furia depredadora y el fanatismo incendiario, se produjo un suceso de enorme gravedad que también fue cuidadosamente ocultado a la población. Una de las columnas incendiarias cumplió con el objetivo de atacar el barrio judío, deseo que muchos “niños bien” alentaban desde los días de la muerte de Falcón. Al grito de “¡Muerte a los rusos!”, el grupo se dirigió a la zona de Once para evitar “la posible llegada de gente mal vestida” al centro de la Capital Federal, atacando negocios en cuyos escaparates se podían leer nombres hebreos y árabes.

Al respecto, el Marqués de Cadagua, Pedro Careaga, escribió a su Ministro de Relaciones Exteriores en Madrid el día 6 de junio confirmándole los casos de violación de dos mujeres judías “para castigar a los habitantes de los barrios poblados por rusos, a quienes se consideraban causantes de la huelga general”[12]En Salas, Horacio; ídem, p.46. De este modo, con los anarquistas, los socialistas y los sindicalistas encarcelados, exiliados o atemorizados, el Estado Nacional se aseguraba el brillo de los festejos, al mismo tiempo que utilizaba los órganos de la prensa oficialista para ahorrarles “preocupaciones innecesarias” a una buena parte de la población de la ciudad, que ya se sentía inquieta con los preparativos de la “Gran Fiesta Patria” de 1910.

 

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